Cornejo Espejo 2009 La construcción de la diferencia sexual

Comentario de R.F: Asusta observar la erudición y lógica de este autor, que en fecha tan cercana como el 2009 desconoce a tal punto la biología que desarrolla su trabajo intelectual sin saber que el modelo de sexo único ha sido reivindicado definitivamente como taxa o categoría de base empírica natural, con la profunda alteración de que el sexo básico es la mujer. Esto trastoca toda inferencia de género, pero el encono entre las ciencias sociales y la ciencia es tal que enceguece a los científicos sociales, cada vez más lejos de la consiliencia. Sin embargo, deben conocerse los razonamientos de la academia latinoamericana actual, para entender sus aportes y posibilidades consilientes a pesar de sí misma. 

Límite. Revista de Filosofía y Psicología, Volumen 4, Nº 19, 2009, pp. 127-149

LA CONSTRUCCIÓN DE LA DIFERENCIA SEXUAL

 Juan Cornejo Espejo*

* Calle Maturana 111, Departamento 606. Santiago. Chile. E-mail: jcornejoespejo@gmail.com

Universidad de Santiago Santiago-Chile

Recibido 30 de agosto 2008 Aceptado 30 de marzo 2009

RESUMEN

Dominado por el neoplatonismo, el pensamiento científico oc­cidental hasta el siglo XVIII representaba la sexualidad como el modelo de sexo único [el one-sex model]. Desde inicios del siglo XIX las diferencias entre hombres y mujeres comienzan a ser pensadas en térmi­nos de discontinuidad y oposición y ya no más en términos de continuidad y jerarquía; es decir, del modelo de dos sexos [two-sex model]. En ese contexto, la creación de la homosexualidad aparece como la prueba teórico-política de la consistencia de este segundo paradigma, así como de la construcción de la diferencia sexual. Asimismo, tras esta discusión subyace el debate entre construc­tivistas y esencialistas en relación al carácter y significado de la sexualidad humana.

Palabras Clave: Constructivistas, Realista-esencialistas, Sexualidad, Construcción, Representaciones, Diferencia Sexual.

1. INTRODUCCIÓN

En las siguientes páginas nos adentraremos en el estudio de la construcción de la diferencia sexual, especialmente en lo que dice relación con el cambio de paradigma operado entre el siglo XVIII e inicios del siglo XIX, desde el denominado one-sex model, que partía del supuesto neoplatónico de la existencia de un solo sexo, según el cual la mujer no era sino un hombre invertido, al two-sex model que no sólo suponía una diferencia anatómica y psíquica entre hombres y mujeres, sino que intentaba justificar la superioridad masculina a través del recurso “científico”. En ese contexto, la creación de la homosexualidad apareció como la prueba teórico-política de la consistencia de este segundo paradigma, así como la legitimación de la construcción de la diferencia sexual.

Dicho en otros términos, la sociedad capitalista-burguesa que consiguió imponerse en este período, en su afán de consagrar la discontinuidad y oposición binaria entre los sexos, visualizó en la biología femenina las marcas de su incapacidad para el cum­plimiento de los deberes sociales que demanda la vida pública, quedando confinada, por tanto, al ámbito de la vida privada. Si bien esta distinción no supuso una desligitimación de su sexo, por cuanto se la concebía como un ser vocacionado, principalmente, para la maternidad, no ocurrió lo mismo con el homosexual. Este personaje, creación de este paradigma, representaba la “inversión”, por cuanto, si bien su cuerpo era el de un hombre, era concebido como portador de una sexualidad femenina. Es decir, el invertido evidenciaba un doble desvío: su sensibilidad nerviosa y su placer sexual eran femeninos, situación que llevó a definir su sexo como contrario a los intereses de la reproducción biológica.

A consecuencia de lo anterior, el homosexual se convirtió en un peligro, no sólo en términos biológicos para la subsistencia de la especie, sino también en una amenaza para la moralidad pública.

Interesante de ser revisado en este breve análisis histórico de la construcción de la diferencia sexual es el debate académico acaecido en las últimas décadas entre constructivistas y esencia-listas-realistas. Sin querer agotar la discusión, intentamos poner en evidencia sus falencias y equívocos. No obstante, un aspecto nos parece cierto, más allá de las posturas que se asuman, y es que en cualquier estudio de la sexualidad, la homosexualidad continúa siendo un ejemplo privilegiado de un debate aún abierto, especialmente en el contexto de los países latinoamericanos.

2. EL DEBATE ENTRE CONSTRUCTIVISTAS Y REALISTAS-ESENCIALISTAS

Toda vez que se habla de homosexualidad necesariamente se retrotrae a nuestra memoria el debate corriente en los medios universitarios sobre la sexualidad y el homoerotismo; es decir, la polémica entre “constructivistas” y “realistas-esencialistas”.[1]1

Ciertamente, el debate es amplio, no obstante y a modo de ilus­tración, esbozaremos sólo algunos de sus argumentos.

Para los constructivistas, ningún término aplicado a la sexualidad corresponde a alguna cosa permanente, fuera del contexto histórico en el que fue definido. Este principio es válido para la “homosexualidad”, pues ésta no es un dato desprovisto de valoraciones culturales. Lo que conocemos (actualmente) como “homosexualidad” no es una constante biológica, cuya materia­lidad pueda ser aprehendida por medios técnicos experimentales. Tampoco es una variante mental a la cual podamos tener acceso por la reducción analítica de los términos que la definen o por la intuición inmediata de su esencia.

No existe una esencia o una cosa homosexual susceptible de ser reconocida, independientemente de las interpretaciones o lecturas que hagamos de ellas.

Nuestra sexualidad actual, con sus tipos, familias, géneros y especies era simplemente impensable e inconcebible en otras épocas. Por consiguiente, cuando hablamos de homosexualidad debemos considerar que la palabra no designa cosa alguna que podamos corroborar en el devenir histórico sino, más bien, ella es producto del vocabulario moral de la modernidad. El hecho homosexual es tan construido cuanto cualquier otro. Suponer la existencia de una homosexualidad ahistórica es caer en el error de la ilusión retrospectiva.

Por su parte, los llamados “realistas” o “esencialistas” se defienden mostrando lo que consideran los graves defectos de este raciocinio.[2] Preguntan: ¿cómo podríamos construir ana­logías entre la homosexualidad moderna y manifestaciones del mismo tipo, en circunstancias histórico-culturales diferentes si no existiese algo en común entre los fenómenos comparados? Según este grupo, ello es posible porque existe alguna cosa que persiste invariable que nos permite hablar de la homosexualidad moderna o la pederastia griega en términos que remiten a una misma realidad. Sin ese elemento común, argumentan, podríamos confundir teóricamente homosexualidad con compañerismos guerreros, lazos masculinos de parentesco, convivencia religiosa entre hombres, etc. Para ellos, afirmar que la homosexualidad es socialmente construida es falso, pues, si se puede construir la homosexualidad, del mismo modo, podría no construirse.

En todas las sociedades conocidas existen hechos que reco­nocemos como siendo relaciones entre hombres o disposición a ellas. Pretender negar que no sabemos lo que es la atracción sexual por personas del mismo sexo o las relaciones sexuales entre ellos, sería lo mismo que decir que no sabemos distinguir personas de sexos diferentes. Podemos hasta conceder al constructivismo, agregan, el derecho de afirmar que toda sexualidad es socialmente construida. Pero si fuese así, es interesante comprobar que las sociedades construyen compulsoriamente heterosexualidades y homosexualidades.

En segundo lugar, los constructivistas asimilan ingenua­mente definición de principio con prueba empírica. Definiendo homosexualidad como homosexualidad moderna, es claro que toda manifestación homosexual que escapase a esa definición sería considerada no homosexual. Sólo que adoptando este procedi­miento el constructivismo incurre en la falla de todo pensamiento apriorístico, creador de verdades por definición. La estipulación artificial de la frontera del concepto sólo puede ser trazada dejando de lado las observaciones empíricas que validan la clasificación criticada. Definir homosexualidad como homosexualidad moderna no explica por qué el lenguaje ordinario no confunde homose­xualismo con competiciones deportivas masculinas, donde existe contacto corporal, insiste en afirmar que pederastia es una forma de homosexualismo. El constructivismo calla sobre este hecho, sentencian los realistas, lo que existe de sustantivo en el concepto de homosexualidad es vaciado en beneficio de una definición formal sin interés práctico. Optar por la identidad teórica contra la identidad de los hechos es una cuestión de elección.

Para un constructivista decir que los individuos son same-sex oriented es decir algo muy diferente que decir que son homo­sexuales. Para el anticonstructivista esto es simplemente prueba de que el constructivismo es incapaz de distinguir identidad de hecho de identidad teórica.

La tercera objeción al constructivismo, señalan los realistas, confunde identidad teórica como identidad esencial de los refe­rentes conceptuales. Sin embargo, cuando un autor realista afirma la existencia de una misma homosexualidad transhistórica, no pretende con eso enunciar la existencia de esencias o realidades esenciales como soportes referenciales de la noción. Aún así, el procedimiento intelectual es válido, por cuanto empíricamente es verdadero. Poco importa si todo lo que llamamos homosexua­lidad hoy en día corresponde o no a lo que otros pueblos u otras culturas designaban de otra manera o de manera parecida.

A los anticonstructivistas no les interesan cuestiones meta-físicas sobre la esencia de la homosexualidad. Fundamentalmente están interesados en reconocer un cierto número de elementos que permitan la identidad teórica entre los hechos observados. Son estos elementos permanentes que autorizan la denominación de homosexualismo aplicado a prácticas sexuales pertenecientes a culturas diversas.

Los constructivistas, sentencian sus adversarios, cuando les interesa admiten la identidad, pero cuando no les interesa radicalizan las diferencias hasta tornarlas inconmensurables. Pero en este caso, lo que decide sobre la identidad o la no identidad de la noción son criterios políticos o morales, y no la fidelidad a los hechos.

Reducida a los términos más generales, la cuestión de la identidad homosexual remite a dos tesis sobre lo que podemos conocer, ellas mismas subsidiarias de tesis o teorías sobre la naturaleza de la verdad. La primera tesis es la de la inconmen­surabilidad entre paradigmas o esquemas cognitivos distintos; la segunda es la de la indeterminación de la traducción y de la inescrutabilidad de la referencia de los términos que empleamos. El tipo ideal constructivista se alía a las dos; el realista esencia-lista las niega. El constructivismo afirma que no existe identidad transhistórica de la homosexualidad porque no podemos navegar entre universos de sentido inconmensurables.

El realista esencialista dice que si dos universos son, de hecho, inconmensurables, no hay cómo comparar ningún hecho. Parafraseando lo que fue dicho, el constructivismo dice que no podemos pensar fuera de nuestros paradigmas, no podemos establecer equivalencias de sentido entre cosas y eventos perte­necientes a mundos diversos. El anticonstructivista dice que esta idea no resiste la prueba práctica del raciocinio, que es capaz de reconocer interparadigmáticamente hechos con una misma significación y un mismo referente, desde que sean los mismos hechos. Independiente del paradigma grecorromano antiguo somos capaces de saber lo que era homosexualidad o heterosexualidad en aquellas culturas y en la cultura occidental[3] (pp. 57-58).

3. LOS EQUÍVOCOS DEL CONSTRUCTIVISMO Y DEL REALISMO-ESENCIALISTA

Constructivistas y realistas parecen compartir un mismo error, en el sentido de que ambos toman la noción de paradigma como un tópico de la clásica discusión entre el realismo ingenuo y el constructivismo ingenuo. Expresado en términos simples, el realismo afirma que el mundo es tal como lo percibimos; el constructivista idealista, por su parte, dice que no podemos tener acceso al mundo, sino apenas a entidades mentales intermedia­rias, como las ideas, las experiencias, las representaciones, los esquemas, los paradigmas, etc.

De este modo, procurar detrás del paradigma una entidad autosubsistente disociada de nuestros actos de habla es un re­siduo del pensamiento idealista. Reconstruir la noción dándole autonomía metafísica supone conceder al realismo el derecho de afirmar que el constructivismo se equivoca al definir el funcio­namiento de las palabras cuanto al funcionamiento de la lengua. Se equivocan en la explicación del funcionamiento de la lengua, confundiendo inconmensurabilidad entre paradigmas con meras descripciones alternativas de referentes idénticos; se equivocan en la explicación del funcionamiento de las palabras, confundiendo significante, significado y concepto.

Los realistas agregan, el constructivista parte del principio de que la arbitrariedad del sonido o marca gráfica de las palabras es la misma que la relación arbitraria entre el concepto y su exten­sión. Pero si de hecho cualquier sonido o marca gráfica puede, en principio, ser usado para demarcar conceptos, lo mismo no acon­tece entre el concepto y la clase de cosas a la cual ella se aplica. Podemos usar sonidos y marcas para circunscribir el concepto escogido, pero una vez establecida la relación entre la materia gráfica o sonora y la regencia no podemos hablar de arbitrariedad o gratuidad, pues el significante ya funciona en la lengua como concepto. El primer término no tiene la misma función lingüística del segundo. El concepto para funcionar como concepto tiene que tener una extensión delimitada, de lo contrario, no podría significar nada. Esto, sin embargo, no quiere decir que los conceptos sean inmutables, sino que los conceptos no cambian.

Es lo que F. Saussure (2004) llamaba de oposición por relación a la diferencia. La diferencia entre significantes tiene como resultado la anulación de cualquier sentido, excepto la propia diferencia significante; la oposición entre conceptos o significados es positiva, estable y no puede ser intercambiable por la voluntad individual o convención de grupos, excepto en lenguajes artificiales y en casos extremadamente específicos. En el lenguaje corriente cualquier cambio en la extensión del concepto para ser integrada en la práctica lingüística exige la fijación del sentido por el uso correcto; esto es, por el uso recurrente, repetido y sujeto a rectificación. Este funcionamiento es incompatible con la idea de arbitrariedad del concepto en los padrones usuales de los actos de habla ordinarios.

El argumento del realista ingenuo, siendo válido en princi­pio, tropieza al pretender observar la realidad sin reconocer las mediaciones. Es en contra de esto que reaccionan los constructi­vistas. Para éstos no existen hechos en sí, sino sólo hechos bajo determinadas descripciones.

Por su parte, el pragmatismo intenta resolver el problema de otra manera. Considera que sería imposible comparar o traducir descripciones de eventos de un paradigma en otro, sin postular la identidad del evento. Pero a diferencia del realista ingenuo, no cree que exista una cosa en sí, intuida en su esencia, que provoque versiones legítimas o ilegítimas de su verdadera naturaleza. Como el constructivista, considera que la identidad del evento es construida como “identidad”. En suma la identidad exigida por los realistas, desde el punto de vista pragmático, existe, pero en cuanto constructo y no como realidad independiente de la descripción.

Aplicada estas ideas a la cuestión de la identidad homosexual cabría preguntarse: ¿Cuál es el evento descrito como pederastia en la antigua Grecia y cuál como homosexualidad en la modernidad? Un realista ingenuo, como K. Dover (1989), diría que el “algo en común” es la disposición para el placer físico o sensorial con personas del mismo sexo. Esa disposición, según Dover, es lo que permite hablar de homosexualidad en la antigua Grecia y en nuestros días. Es lo dado independiente y prelingüístico que daría al llamado evento homosexual la identidad reconocible bajo diversas descripciones interparadigmáticas.

Es desde este punto que casi todos los autores anticons­tructivistas parten. En el hecho homosexual existe alguna cosa estable que permite el cambio de palabras sin pérdida de sentido. Esta cosa es un hecho físico o con un conjunto de conductas físicas y emocionales de las cuales no podemos dudar, pues, son inmediatamente aprehensibles por la conciencia. Todavía este presupuesto es criticable, por cuanto se fundamenta en la premisa de que todos vemos ciertas cosas de la misma manera y por eso estamos obligados a conferirles un mismo contenido semántico.

En otro juego de lenguaje, podríamos ver como “no idénticas” las mismas conductas que definimos como siendo las mismas.

D. Davidson (1990), por su parte, señala que el motor de la iden­tificación de fenómenos pertenecientes a culturas distintas como siendo “un mismo fenómeno” es la actividad extensiva, relativa al uso del lenguaje. Proyectamos nuestras clasificaciones del mundo en el universo de sentido de otro y procuramos, posteriormente, construir referencias comunes para causas próximas, conforme lo que entendemos por próximo, familiar o, por el contrario, por extraño o lejano (p. 48).[4]

No obstante, las dos explicaciones anteriores no consideran lo que hace que el juego del lenguaje sea aceptado. En otras palabras, lo que falta es explicar por qué tales creencias son admitidas. Es lo que Davidson (1990) y Rorty (1988) llaman “historia de las justificaciones”. En la historia de las justificaciones se trata de ver cómo elegimos ciertas causas como siendo las mismas causas responsables por la identidad del evento en momentos y espacios distintos, aun cuando descrito de maneras diferentes.

En el caso de la homosexualidad, la identidad, la mismidad o la ipsidad del evento considerado irreductible e invariable, pese a las descripciones, es la idea de disposición para la relación física y amorosa con personas del mismo sexo. Esto es lo que hace que los realistas insistan en la presencia o en la existencia de una ho­mosexualidad transhistórica y lo que hace que los constructivistas, aun afirmando la no identidad de prácticas sexuales culturalmente distintas, aceptan discutir, comparativamente, hechos como la pederastia griega y la homosexualidad moderna. Dicho de otro modo, la discusión del hecho homosexual es posible porque tenemos un número mínimo de verdades sobre el uso de ciertos términos: la idea de sexo y la idea del mismo sexo.

Ambas ideas hacen parte de nuestro vocabulario y permiten el acuerdo lingüístico en la discusión sobre conductas sexuales, en paradigmas culturales distintos. Pero el juego de lenguaje que permite fijar la identidad del evento homosexual como sinónimo de disposición para las relaciones físicas y amorosas con personas del mismo sexo es un juego construido históricamente. La creen­cia de este núcleo de relaciones interpersonales, en sociedades y épocas distintas, sólo puede ser entendida, justificada y criticada, cuando mostramos cómo se tornó plausible.

Tornarse plausible en el ámbito de la sexualidad quiere decir tornarse coherente con otras creencias que organizan la imagen del sujeto. Para que el sujeto se constituya es preciso un back-ground de creencias respecto de lo que es la subjetividad. La sexualidad en la experiencia de la subjetividad moderna es uno de los aspectos más directamente ligados a la formación de las creencias que tenemos sobre nuestra naturaleza subjetiva.

4. EL SEXO EN CUANTO CONSTRUCCIÓN HISTÓRICO-SOCIAL

Padgug (1992) y Sedgwick (1990) muestran que no existe un referente mayor y exclusivo de la sexualidad. Es decir, no existe “el sexo”, sino muchas cosas o eventos que convenimos en llamar de sexo. No obstante, en el lenguaje corriente pensamos que siempre que hablamos de sexo hablamos de cosas que pueden ser entendidas por medio de definiciones racionales.

A la luz de las ideas de Wittgenstein (1979), habría que decir que el hábito de hablar de sexo como algo inmediatamente percibido proviene de la idea de que el sentido de las palabras se encuentra en la realidad o en la naturaleza de las cosas que ella designa. Toda vez que se habla de sexo o sexualidad se cree que estas palabras o expresiones poseen una sustancia independiente y previa al acuerdo lingüístico, es decir, la existencia de algo en común tras estos términos. Con todo, si buscásemos ese mínimo factor común, constataríamos que nada puede ser encontrado que equivalga a la definición que damos a los elementos físicos comunes, a todos los minerales o a los elementos químicos co­munes a los compuestos orgánicos.

Lo cierto parece ser que el mito de la esencia de lo sexual está en la base de la experiencia o de la concepción de sexualidad que tenemos. Es más, esa creencia en nada difiere de los mitos de la sustancia presente en todas las religiones o de la sustancia del conocimiento científico presente en todas las prácticas con­sideradas científicas.[5]

Considerando lo anterior, queda de manifiesto que el sexo es un nombre dado a cosas diversas que aprendemos a reconocer como sexuales de diversas maneras.

Por otro lado, cabe preguntarse ¿cuál es la concepción de sexo que autoriza el uso de la expresión “personas del mismo sexo” como un dato perceptivo no sujeto a dudas? La primera característica gramatical de la palabra sexo, en esta acepción, es la de que el sexo es algo separado de las conductas sexuales de los sujetos. No obstante, existen culturas donde lo que reconocemos como siendo actos sexuales no suponen la noción de sexo como alguna cosa diferente y heterogénea a las prácticas sexuales. Así, aquello que entre nosotros es el factor común a todos los actos sexuales, o sea, lo que pensamos que uniformiza, unifica e identifica los actos sexuales como cualquier cosa del orden del sexo pueden no existir en ciertas sociedades.

A este respecto cabe recordar que en la antigua Grecia no existía un solo sexo especificado conforme a nuestros hábitos lingüísticos. Existían las afrodisia, que eran los placeres de varios eros, los cuales se manifestaban de diferentes maneras: hombres con hombres, mujeres con mujeres, hombres y mujeres, humanos y animales, humanos y dioses, humanos y elementos de la naturaleza. Además, entre los griegos el primer motor de lo que denominamos atracción sexual era una cosa inmaterial, que ni siquiera dependía de la forma física de hombres y mujeres. Como muestra Foucault, en la erótica filosófica, la belleza podía ser fuente de atracción de una forma física que no siguiese los cánones de la estética corpórea.[6]6

El eros griego, por tanto, no estaba ni en la realidad ana­tómica de los humanos ni en los actos sexuales ni tampoco en el deseo interno de cada uno, pues, en Grecia no había la idea de la “interioridad” psíquica. La psiqué sólo se presentaba a los hombres después de la muerte.[7]7 Lo que singularizaba al sujeto era su desempeño público en la polis, y no sus aventuras internas y sentimentales. De igual modo, en los comienzos del cristianis­mo, la carne de San Pablo nada tenía que ver con las realidades biológicas. Era la marca del pecado y del demonio, la muestra visible de la insubordinación contra Dios. El sexo cuando comenzó a ser usado en Occidente, fue sinónimo de concupiscencia y no de una realidad física o psíquica.[8]8

La segunda característica del sexo subyacente a la noción de homosexualidad es la propiedad de ser dividido en dos, el sexo del hombre y el sexo de la mujer. Esta característica es la que fundamenta la idea de heterosexualidad y homosexualidad. En el vocabulario sexual moderno, el sexo es percibido como natural­mente dividido en dos. Tempranamente aprendemos que nacemos hombres y mujeres y que hombres y mujeres son radicalmente distintos desde el punto de vista sexual, por una imposición de las leyes biológicas. Sin embargo, esta concepción del sexo basada en una supuesta bisexualidad original no siempre existió.

5. REPRESENTACIONES ASOCIADAS AL SEXO

Un texto importante a la hora de analizar los significados y representaciones asociadas al sexo, y consecuentemente al homoerotismo, es la obra de T. Laqueur (1990). Esta obra tiene el mérito de evidenciar la variación histórica de la idea de sexo en el pensamiento médico, filosófico y político del siglo XVIII hasta nuestros días. En otras palabras, el carácter construido del mismo. En líneas generales, según Laquear, la medicina occi­dental del siglo XVIII no representaba la sexualidad humana dividida bipolarmente en dos sexos: masculino y femenino. El modelo dominante era el del sexo único; modelo inspirado en la filosofía neoplatónica de Galeno, el cual percibía a la mujer como un hombre invertido o inferior. Y ello porque la mujer era concebida como un hombre imperfecto, es decir, a alguien a quien le faltaba la fuerza y la intensidad del calor vital, elemen­to responsable de la evolución del cuerpo hasta la perfección ontológica del macho.

Los médicos, por tanto, si bien eran conscientes de las dife­rencias anatómicas entre hombres y mujeres, no interpretaban estas diferencias como diferencias de cualidad entre especies naturales, sino como diferencias de grados de una misma especie.

Sin embargo, desde fines del siglo XVIII, este cuadro parece mudar. Los revolucionarios europeos y franceses en particular precisan justificar la tradicional desigualdad entre hombres y mujeres, de modo de tornarla compatible con los ideales igua­litarios republicanos. Todos los hombres eran iguales, según esta concepción, pero las mujeres eran mentalmente frágiles, infantiles, por lo cual estaban incapacitadas para ejercer tareas intelectuales, científicas y políticas. No por ser imperfectas desde el punto de vista ontológico, más por ser diversas desde el punto de vista biológico.

En este contexto, el sexo aparecía como la prueba con­clusiva de la diferencia. El modelo de los dos sexos, a partir de allí, se tornó hegemónico. Hombres y mujeres pasaron a ser comparados por el padrón de la discontinuidad / oposición y no de la continuidad / jerarquía, como era la tónica de la metafísica neoplatónica predominante hasta ese momento.

El sexo dejó de ser sinónimo de aparato genitourinario y reproductor, además de sustituir la idea de la “perfección meta­física del cuerpo”. En lugar de cuerpo perfecto y del “calor vital único”, se pasó a la abstracción del sexo dividido, originalmente en dos, cada uno con propiedades “naturales” específicas.

Las propiedades fueron definidas por sus relaciones con los comportamientos morales. Hombres y mujeres debían tener un cierto tipo de placer sexual, de conducta social y de vida emocional adecuados a la naturaleza biológica de sus sexos. De lo contrario, no serían ejemplares normales de la especie y sí individuos desviados, anormales, enfermos o degenerados.

Los sujetos, hasta entonces evaluados moralmente por sus actos, pensamientos y sentimientos religiosos, o por valores de la jerarquía aristocrática, pasaron a ser juzgados de acuerdo a la finalidad sexual de sus supuestas “naturalezas biológicas”. Es decir, en la anatomía estaba el destino psicológico-moral de los virtuosos y de los viciosos.

Ciertamente, el mérito de esta obra es que ella nos permite visualizar los componentes ideológicos que subyacen por tras de estas representaciones. Las nociones de “diferencia biológica de los sexos” y la “diferencia cultural de géneros” no son ideas neutras, sino ideas construidas a partir de ciertas creencias cien­tíficas, políticas, filosóficas, religiosas, etc. sobre la “naturaleza de los seres humanos”.

6. LA CONSTRUCCIÓN CULTURAL DE LA DIFERENCIA SEXUAL

Después de Descartes, los fenómenos del universo no fueron más vistos como simples signos aparentes de formas eternas o esenciales. La relación entre los fenómenos, por consiguiente, también dejó de ser la expresión de correspondencias que con­firmaban la armonía del mundo y la repetición de los mismos arquetipos en realidades diversas.

En este sentido, el interés de la historia no se restringe a mostrar que las diferentes visiones del mundo producen diferen­tes hechos y teorías acerca de datos observables definidos como semejantes, sino, sobre todo, el cambio científico y cultural que operó en el pensamiento intelectual europeo en los siglos XVIII y XIX.

Las consecuencias de esta nueva concepción de mundo sobre el imaginario sexual fueron innumerables. Dominado por el neoplatonismo, el pensamiento científico occidental hasta el siglo XVIII representaba la sexualidad como el de one-sex model. Esta concepción anatómica, que estuvo vigente por casi dos milenios, concebía a la mujer como siendo un hombre invertido[9]9 (p. 94).

Había un modelo metafísico ideal del cuerpo humano, cuya perfección era alcanzado por el hombre. La mujer era un hombre invertido e inferior. La forma femenina del sexo era un índice de inferioridad en la escala de perfección metafísica. Esta inferioridad encontraba sus fundamentos en la teoría del “calor vital” según la cual a la mujer le faltaba la fuerza o la intensidad del calor vital, responsable por la evolución del cuerpo hasta el estadio superior del macho. Desde el punto de vista científico, por tanto, había un solo sexo. La mujer era un representante in­ferior de un sexo cuyo nivel máximo de realización se daba en el cuerpo del macho.

No obstante, es importante tener presente que en la época en que predominó la idea del one-sex model, la influencia del lenguaje científico sobre el lenguaje ordinario no tuvo el mismo peso y extensión que comenzó a tener a partir del siglo XIX. Antes de la hegemonía del two-sex model la diferencia funda­mental entre hombres y mujeres no se hacía por medio de las

especificidades sexuales. Es más, la propia teoría científica de la “diferencia sexual bipolar originaria” nació del interés de fi­lósofos, moralistas y políticos, por encontrar un criterio natural que justificase la inferioridad político-jurídico-moral de la mujer. En lo que respecta a la influencia del lenguaje científico sobre el lenguaje ordinario, a partir del siglo XIX, queda claro que el primero, además de legitimar las nuevas ideas, se convirtió en un factor de éxito de las ideologías sexuales. De hecho, buena parte de las ideas que tenemos sobre la sexualidad se deben al prestigio de las ciencias sobre el imaginario cultural.

En el siglo XVIII surge el two-sex model, el cual parte del principio de que existe un diformismo radical u original de la sexualidad. Es interesante constatar, como lo señala S. Gould (1991), que los dos modelos no se aproximan a las llamadas realidades embriológicas, morfológicas y fisiológicas aceptadas por el conocimiento científico actual.

Los órganos en la concepción aristotélica eran instrumentos para las finalidades del alma. El cuerpo se organizaba sólo porque era animado; el alma era acto, forma y fin. En Descartes, por el contrario, la naturaleza se identificó con las leyes del movimiento y de la conservación y no había más diferencia entre fabricación y organización. No se preguntaba quién fabrica y con qué fin; se preguntaba cómo funciona, se mantiene y se reproduce lo que está en funcionamiento.

Así, la forma metafísica del hombre y de la mujer jerarqui­zaba la percepción de lo que debía ser considerado relevante en la interpretación de la realidad física de la sexualidad. No era apenas la ignorancia científica sobre la realidad del cuerpo humano que impedía a los médicos tener una idea de la sexualidad semejante de la que tenemos hoy. Antes del advenimiento del two-sex model, cualquier hallazgo biológico era automáticamente integrado a la versión aristotélico-galénica de la ciencia.

La jerarquización establecida por la noción del one-sex model, sin embargo, no implicaba que hombres y mujeres fuesen confundidos. El hecho de la mujer de ser vista como una réplica del macho, con los mismos órganos dentro y no fuera del cuerpo, no hacía de la mujer otro hombre. Lo que el pensamiento meta­físico afirmaba era que las mujeres y los hombres se distinguían por otros criterios y no lo sexual. Desde el punto de vista sexual, según Galeno, la mujer nada más era que una variación de la forma del macho apta a reproducir[10]10 (p. 5).

Es decir, la diferencia entre mujeres y hombres era percibida, pero no explicada. Lo que llamamos sexo hoy, era apenas la pa­labra que designaba los órganos reproductores. Consideraban los genitales de la mujer como una simple especialización funcional anatómicamente identificada como masculina en su naturaleza. La forma cultural de distinguir los órganos masculino y femenino dispensaba el recurso a la diferencia de los sexos.

Y al contrario de lo que pudiese pensarse no fue el esta­blecimiento de la diferencia de los sexos lo que condicionó el lugar social, moral y psicológico de la mujer; fue la discusión de su nuevo estatuto social que dio origen a la diferencia de sexos como la conocemos. La formación de la nueva imagen de la mujer en los siglos XVIII, y sobre todo XIX, estimuló la discusión de la diferencia de géneros. De esta discusión surgió la idea de la diferencia de sexos entendida como bisexualidad original y no como jerarquización de funciones de un solo sexo físico-anatómico.

El cambio del parámetro científico sólo pudo ocurrir porque fue antecedida por la polémica cultural en torno de la naturaleza y de la función de la mujer en la sociedad. Antes del período re­volucionario, cualquier descubrimiento que desmintiese la idea de que el orgasmo femenino era necesario para la reproducción, era invalidada por la convicción de que la mujer era un “hombre invertido”.

El problema que se presentaba era que se creía que la mujer sólo ovulaba en el momento del orgasmo. La medicina del siglo

XVIII creía que la vagina, el útero y el clítoris sufrían erecciones como el pene masculino[11]11 (pp. 9-10). Según esta concepción, para que existiese ovulación y generación era preciso el orgasmo, y el orgasmo era concebido sólo bajo la forma de excitación y de descargas sexuales típicas del hombre; esto es, por medio de la erección y de la eyaculación.

Otra observación simétrica e inversa a la anterior muestra la relativa autonomía de las imágenes normativas de la sexuali­dad con respecto a los descubrimientos empíricos hechos por la ciencia. En el siglo XIX se descubrió la unicidad tisular de los órganos sexuales de los hombres y mujeres.

Este descubrimiento, sin embargo, no alteró la creencia científica del two-sex model. Lo cierto no lo fue, porque mujeres y hombres, a esa altura, habían dejado de ser especies funcionales de un mismo sexo.

7. CONCLUSIÓN

Una de las características más definitorias de la subjetivi­dad creada por la modernidad es el enorme vacío instalado en el lugar del ser. Pareciera ser que filiación, corporeidad, sexuación es todo lo que podemos afirmar respecto del ser, en una sociedad que eliminó o superó todas las otras marcas que diferenciaban a las personas unas de otras.

No obstante lo anterior, donde pareciera faltar el ser pa­recieran, igualmente, proliferar los discursos. En una búsqueda incesante se intenta describir, explicar quién es él, pues, el ser pareciera construirse a lo largo de nuestras vidas. En este senti­do construir el ser es construir las diferencias. Así, la diferencia entre hombres y mujeres, objeto de investigación filosófica desde la Antigüedad, fue provista de una enorme cantidad de saberes

que procuraban encontrar en la naturaleza de los géneros alguna suerte de verdad sobre el ser.

Sin embargo, como bien apunta Laqueur, es imposible asentar el discurso de las diferencias sexuales sobre una certeza ontológica. La producción incesante de saberes en vista de esta­blecer el ser, no hace sino poner de manifiesto la fragilidad de la “naturaleza” de la diferenciación sexual; además de perpetuar la interrogante de si esa diferenciación puede ser establecida con base en las funciones procreativas de los machos y de las hembras.

Con todo, ha sido en la anatomía y en la fisiología, “hechos de la naturaleza”, donde se ha pretendido fundar una supuesta diferencia entre hombres y mujeres. Desde la diferencia aristo­télica de los principios masculino y femenino hasta la “anatomía es destino” de Freud, se buscan en los cuerpos las evidencias de una diferenciación, que en el transcurso de la historia y de las diversas culturas ha asumido los diseños más variados.

En el curso de las invenciones de la diferencia sexual catalogada por Laqueur desde la Grecia clásica, el período de la consolidación de la cultura burguesa (entre fines del siglo XVIII e inicios del XX) surge como una curiosa excepción. El único período en la historia de Occidente en que se conciben a los hombres y las mujeres como portadores de dos sexualidades de naturaleza diferentes. Hasta entonces todas las teorías sobre las diferencias postulaban un sexo único que se manifestaba de maneras opuestas y complementarias en los cuerpos de los hombres y de las mujeres.

La teoría del sexo único justificaba el poder masculino y la irrelevancia histórica de las mujeres, circunscritas casi exclusiva­mente a las tareas asociadas a la maternidad. Fue en la revolución francesa, con sus aspiraciones universales de igualdad y libertad, y la afirmación de derechos iguales entre todos los hombres, que se derrumbaron en un primer momento las jerarquías fundadas sobre los discursos tradicionales relativos a las diferencias de género. No obstante, como una reacción al desorden a que dio lugar la revolución, y como una forma de consolidar el orden burgués, se hizo necesaria la construcción de un pensamiento que devolviese a las mujeres a su lugar de sumisión. Entraba así en escena la biología.

A fines del siglo XIX, las ciencias médicas y biológicas se hicieron cargo de las demandas políticas en vista de la creación de dos sexos biológicamente distintos, a los cuales correspondería lugares y papeles diferentes “por naturaleza”. Así, la mujer bur­guesa no es sólo madre por vocación natural, sino que sus propios deseos sexuales están orientados y limitados por esa función.

Mujeres vocacionadas para el casamiento y la fidelidad, poco interesadas en los placeres sexuales y capaces de grandes sacrificios personales a favor de las necesidades ajenas, esas eran las mujeres, madres de familia, prototipos, que la naturaleza debía producir, si ningún factor patológico que las desviase de su proyecto original. Ese factor patológico fue la histeria, con­fusa manifestación de rebeldía de las mujeres decimonónicas, contra las limitaciones de la condición femenina. Escuchando a las histéricas Freud se percató de que había un abismo entre la subjetividad de las mujeres y la “naturaleza femenina” del pensamiento iluminista.

Y si bien es cierto que se puede interpretar el modelo freu­diano de la diferencia sexual como una vuelta al modelo de sexo único anterior al iluminismo –una única energía, la libido, un único significante inconsciente para el deseo, el falo, constituyendo subjetividades diferentes a partir de la elaboración de la mínima diferencia inscrita en los cuerpos de los sujetos– es verdad también que Freud, hombre del siglo XIX, pensó inicialmente que la cura de la histeria consistiría en retrotraer a las mujeres a los ideales de feminidad que sus síntomas insistían en rechazar.

No obstante, el psicoanálisis llevó hasta las últimas con­secuencias la suposición de que el deseo y el placer sexual son cosas mentales. A partir de allí, todas las investigaciones que intentan fundar la diferencia en la anatomía se tornaron obsoletas. Hombres y mujeres, diferenciados no en razón de sus cuerpos, sino de aquello que se puede elaborar a partir de ellos, son sujetos igualados en su condición deseante, que se relaciona por medio del filtro de sus fantasías y que jamás se complementan.

Pensar la diferencia como no complementaria desata el nudo que condicionaba la sexuación a las funciones procreativas y hace reconocer a las mujeres como seres de lenguaje y cultura. En consecuencia, se percibe que la constitución de los llamados géneros es efecto de las prácticas discursivas, independientes de la anátomo-fisiología del sexo. Con eso la sexualidad comienza a escapar de la esfera de los saberes que en la modernidad pre­tendían normativizar los comportamientos sexuales.

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