Kimmel 1994 Homofobia, temor, vergúenza y silencio

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Homofobia, temor, vergüenza y silencio en la identidad masculina*

 

Michael S. Kimmel

 

* En: Valdes, Teresa y José Olavarría (edc.). Masculinidad/es: poder y crisis, Cap. 3, ISIS-FLACSO: Ediciones de las Mujeres N° 24, pp 49-62. Extractos  del   capítulo   Masculinity  as   Homophobia.   Fear,   Shame   and   Silence   in   the   Construction   of   Gender Identity, publicado en Harry Brod y  Michael Kaufman, editores,  Theorizing Masculinities, Thousand Oaks, Sage Publications, 1994. Agradecemos la autorización del autor. Traducción de Oriana Jiménez

 

“Es divertido” (dijo la esposa de Curley): “Si yo engancho un hombre y él está solo, me llevo bien con él. Pero basta que se junten dos tipos y ustedes no podrán hablar. Absolutamente nada,    sino  estupideces”.   Ella   deslizó sus    dedos, poniendo    sus   manos    en   sus  caderas.

“Ustedes están todos asustados unos de otros, ésa es la razón. Cada uno está atemorizado de que los demás les saquen ventaja”.

 

John Steinbeck, Of Mice and Men (1937)

 

 

 

Pensamos que la virilidad es  eterna, una esencia sin tiempo que reside en lo profundo del corazón de todo hombre. Pensamos que la virilidad es una cosa, una cualidad que alguien tiene o no tiene. Pensamos que la virilidad es innata, que reside en la particular composición biológica del macho humano, el resultado de los andrógenos o la posesión de un  pene.  Pensamos  de la   virilidad como una   propiedad   trascendente   tangible   que   cada hombre debe manifestar en el mundo, la recompensa presentada con gran ceremonia a un joven novicio por sus  mayores  por haber completado exitosamente un arduo rito  de iniciación. En las palabras del poeta Robert Bly (1990), “la estructura que está al fondo de la psiquis masculina está aún tan firme, como lo estuvo hace veinte mil años” (p.230).

En este    trabajo   considero a  la  masculinidad  como un  conjunto de significados siempre cambiantes, que construimos a través de nuestras relaciones con nosotros mismos, con los otros, y con nuestro mundo. La virilidad no es ni estática ni atemporal; es histórica; no es  la manifestación   de   una   esencia   interior; es construida  socialmente;  no  sube a la conciencia  desde nuestros   componentes   biológicos;   es   creada   en   la   cultura.  La  virilidad significa cosas diferentes en diferentes épocas para diferentes personas. Hemos llegado a conocer lo que significa ser un hombre en nuestra cultura al ubicar nuestras definiciones en oposición a un conjunto de otros, minorías raciales, minorías sexuales, y, por sobre todo, las mujeres.

Nuestras definiciones de virilidad están constantemente cambiando, siendo desplegadas en el terreno político y social en el que se llevan a cabo las relaciones entre mujeres y hombres. De hecho, la búsqueda por una definición trascendente y atemporal de la masculinidad es en sí un fenómeno sociológico; tendemos a buscar lo eterno y atemporal durante     los   momentos      de   crisis,  aquellos    puntos    de   transición   cuando    las   antiguas definiciones no sirven más y las nuevas están luchando por afirmarse.

Esta idea de que la virilidad está construida socialmente y que cambia con el curso de  la historia, no debe ser entendida como una pérdida, como algo que se les quita a los hombres. De   hecho,    nos   proporciona     algo   extraordinariamente  valioso      –la    acción,    la capacidad   de   actuar.   Nos   da   un   sentido   de   posibilidad  histórica de  reemplazar  la abatida resignación,   que   invariablemente   acompaña   los   esencialismos   ahistóricos   y   atemporales.

Nuestras   conductas   no   son simplemente  sólo naturaleza humana,  porque los niños serán siempre niños. A partir de los elementos que existen a nuestro alrededor en nuestra cultura -personas, ideas, objetos- creamos activamente nuestros mundos, nuestras identidades. Los hombres pueden cambiar, tanto individual como colectivamente.

Las masculinidades como relaciones de poder

 

La  masculinidad  vigente  en  el  mercado  define   las   normas   por   las   que   se   rige   la virilidad   norteamericana.   Describe   tanto   el   escenario   en   que   ésta  se  expresa  -la  esfera pública y  el  mercado- como sus características: agresividad, competencia, ansiedad. Si el mercado   es   donde   se   verifica   y   prueba   la   virilidad,   se   trata   por   lo tanto  de  un escenario “generizado”, en el cual se cargan de significado las tensiones entre hombres y mujeres y entre distintos grupos de hombres. Estas tensiones sugieren que las definiciones culturales de género son puestas en escena en un terreno en disputa y son, en sí mismas, relaciones de poder.

No todas las masculinidades son creadas iguales; o más bien, todos somos creados iguales,    pero    cualquier    igualdad    hipotética   se   evapora     rápidamente,     porque   nuestras definiciones   de   masculinidad   no   se   valoran   del   mismo  modo  en  nuestra  sociedad.           Una definición de hombría sigue siendo la norma con relación a la cual se miden y evalúan otras formas de virilidad. Dentro de la cultura dominante, la masculinidad que define a los blancos, de clase media, adultos jóvenes heterosexuales, es el modelo que establece los standards para     otros   hombres,      en   base    a  la  cual   se   miden     otros   varones     y,  a  los  que,    más comúnmente de lo que se cree, ellos aspiran. El sociólogo  Erving Goffman (1963) escribió que en Estados Unidos, hay sólo “un varón completo, íntegro”:

Un   joven,   casado,   blanco,   urbano,   heterosexual   norteño,   padre   protestante   de   educación universitaria,   empleado   a   tiempo   completo,   de  buen   aspecto,   peso   y   altura,   con   un   récord reciente   en   deportes.   Cada   varón   estadounidense   tiende a  observar  el  mundo desde  esta perspectiva… Todo hombre que falle en calificar en cualquiera de esas esferas, es probable que se vea a sí mismo… como indigno, incompleto, e inferior. (p.128)

Esta    es   la  definición    que   llamaremos       masculinidad     hegemónica,        la   imagen     de masculinidad de aquellos hombres que controlan el poder, que ha llegado a ser la norma en las evaluaciones psicológicas, en la investigación sociológica y en la literatura de autoayuda y    de   consulta   destinada   a   enseñar   a   los   hombres   jóvenes   cómo   llegar   a   ser  “verdaderos hombres”   (Connell,   1987).   La   definición   hegemónica   de   la   virilidad  es  un  hombre  en  el poder,   un   hombre  con  poder,   y   un   hombre  de  poder.   Igualamos   la   masculinidad   con ser fuerte,  exitoso, capaz, confiable, y ostentando control. Las propias definiciones de virilidad que   hemos   desarrollado   en   nuestra   cultura   perpetúan   el   poder   que   unos   hombres  tienen sobre otros, y que los hombres tienen sobre las mujeres.

La   definición   de   nuestra   cultura   sobre  la  masculinidad  implica,  de  esta           manera, varias   historias   a   la   vez.   Se   trata   de la  búsqueda  del  hombre  individual  para  acumular aquellos   símbolos   culturales   que   denotan   virilidad,   señales   de   que  él  lo  ha  logrado  (ser hombre).  Se  trata  de  esas  normas   que   son   usadas   contra   las   mujeres   para   impedir   su inclusión en la vida pública y su confinamiento a la devaluada esfera privada. Se trata del acceso diferenciado que distintos tipos de hombres tienen  a esos  recursos culturales que confieren la virilidad y de cómo cada uno de estos grupos desarrolla entonces sus propiasmodificaciones   para   preservar   y   reclamar   su   virilidad.   Se   trata   del  propio  poder  de  estas definiciones, que sirven para mantener el poder efectivo que los hombres tienen sobre las mujeres y que algunos hombres tienen sobre otros hombres.

Esta definición de virilidad ha sido resumida inteligentemente por el psicólogo Robert Brannon (1976) en cuatro frases breves:

1.  “¡Nada con asuntos de mujeres!” Uno no debe hacer nunca algo que remotamente sugiera femineidad. La masculinidad es el repudio implacable de lo femenino.

2.   “¡Sea el timón principal!”. La masculinidad se mide por el poder, el éxito, la riqueza yla posición social. Como lo afirma el dicho común “El que al terminar tiene la mayoría de las piezas, gana”.

3.   “¡Sea fuerte  como  un  roble!”.La  masculinidad depende de permanecer calmado y  confiable en una crisis, con las emociones bajo control. De hecho, la prueba de que se es un hombre consiste en no mostrar nunca emociones. Los muchachos no lloran.

4.   “¡Mándelos al infierno!”. Exude una aura de osadía varonil y agresividad. Consígalo,  arriésguese.

Estas reglas contienen los elementos de la definición con la que se mide virtualmente a  todos  los varones estadounidenses. El   fracaso   en   encarnar   estas   reglas,   en   afirmar   el poder   de   tales reglas y el logro de éstas, es una fuente de confusión y dolor  de  los hombres. Tal modelo es, por supuesto, irrealizable para cualquier persona. Pero seguimos intentando  alcanzarlo, valiente y  vanamente. La   masculinidad estadounidense es iuna prueba   implacable.[1] La  prueba  principal está  contenida en la primera   regla. Cualesquiera sean  las  variaciones de   raza,   clase,   edad,  etnia,  u  orientación     sexual,    ser  un   hombre significa no ser como las mujeres.  Esta noción de antifemineidad está en el corazón de las concepciones contemporáneas e históricas de la virilidad, de tal forma que la masculinidad se define más por lo que uno no es, que por lo que se es.

 

La masculinidad como huida de lo femenino

 

Histórica   y   evolutivamente   se   ha   definido   la   masculinidad   como   la   huida   de   las mujeres,   el   repudio   de   la   femineidad.   Desde   Freud  hemos  llegado  a  entender  que,  en términos      evolutivos,     la  tarea   central    que   cada    niño    debe    enfrentar    es  desarrollar     una identidad segura de sí mismo como hombre. Tal como Freud lo sostenía, el proyecto edípico es un proceso de la renuncia del niño a su identificación con el profundo vínculo emocional con su madre, reemplazándola entonces por el padre como objeto de identificación. Nótese que  él vuelve  a   identificarse   pero   nunca   se   vuelve   a   atar.   Todo   este   proceso,   argumentó Freud,   se   pone   en   movimiento   por   el   deseo   sexual   del   muchacho   por   su   madre.   Pero el padre   se   alza   en   el   camino   del   hijo   y   no   concederá  a  ese  niño  pequeño,  su  propiedad sexual.    Entonces,     la   primera    experiencia      emocional      del   muchacho,      la   que   sigue inevitablemente a su experiencia de deseo, es el temor –el miedo a su padre, quien es más grande,    más    fuerte,   y   más     poderoso     sexualmente.      Es   este   miedo,    simbólicamente experimentado como el miedo de castración, lo que Freud argumenta que empuja al niño a renunciar a su identificación con su madre y a buscarla con su padre, el ser que es la fuente real de su miedo. Al hacerlo así, el muchacho es ahora simbólicamente capaz de la unión sexual con un substituto similar a su madre, es decir una mujer. Al mismo tiempo adquiere género (masculino) y se convierte en heterosexual.

La masculinidad, en este modelo, está irrevocablemente ligada a  la sexualidad.  La sexualidad del muchacho se parecerá ahora a la sexualidad de su padre (o por lo menos, a la   manera      que   él  se   imagina     a   su   padre): amenazante, devastador, posesivo, y posiblemente, castigador.  El muchacho ha llegado a identificarse con su opresor; ahora él mismo puede llegar a ser el opresor. Pero un terror se mantiene, el terror de que el joven muchacho sea desenmascarado como un fraude, como un hombre que no se ha separado completa       e   irrevocablemente  de su madre. Serán otros   hombres los que lo desenmascararán. El fracaso dejará de-sexuado al hombre, haciéndolo aparecer como que no es un hombre total. Será considerado un timorato, un hijito de su mamá, un afeminado.

Después de despegarse de su madre, el muchacho llega a verla no como una fuente nutricia  y  de  amor,  sino  como  una   criatura   que   lo   infantiliza   insaciablemente,   capaz   de humillarlo    delante    de  sus   pares.   Ella  lo  hace   vestirse   con   ropas   incómodas  y  que  le provocan picazón, sus besos le manchan sus mejillas con lápiz labial, tiñendo su inocencia infantil con la marca de la dependencia femenina; No hay que extrañarse del rechazo a los abrazos de su madre, con gemidos de “Ya, pues, mamá! Córtala!” Las madres representan la   humillación   de   la   infancia,   desvalida   y   dependiente.  “No  obstante,  los  hombres  actúan como   si   estuvieran   siendo   guiados   por   (o   rebelándose   contra)   las   reglas   y  prohibiciones enunciadas por una madre moral”, escribe el psico-historiador Geoffrey Gorer(1964). Como resultante,   “todas   las   delicadezas   de   la   conducta   masculina   -la   modestia,   la   cortesía,   la pulcritud,    la  limpieza-   son  consideradas      concesiones     a  las  demandas      femeninas, y no buenas en sí mismas, como parte de la conducta de un hombre cabal” (pp.56, 57).

La huida de la femineidad es enojada y temerosa porque la madre puede castrar tan fácilmente  al  muchacho debido   a   su   poder   para   volverlo   dependiente,   o   por   lo   menos   de recordarle     la  dependencia.      Esto   ocurre   inexorablemente;       la  hombría    llega   a ser  una búsqueda de toda la vida para demostrar su logro, como si probáramos lo improbable a los demás, porque nos sentimos tan inseguros de nosotros mismos. Las mujeres no se sienten frecuentemente forzadas a probar su condición de mujer,  la propia frase suena ridícula. Ellas tienen  otro  tipo  de   crisis   de   identidad   de   género;   su   enojo   y   frustración,   y   sus   propios síntomas de depresión, se deben más al hecho de ser excluidas que al cuestionamiento de si son lo suficientemente femeninas.[2]2

El impulso de repudiar a la madre como indicador de la adquisición de identidad de género  masculina tiene tres  consecuencias  para el muchacho. Primero, empuja lejos a su madre  real,  y  con   ella   a   los   rasgos   de   acogida,   compasión   y   ternura   que   pudiera   haber encarnado.   Segundo,   suprime   esos   rasgos   en   sí   mismo,   porque   revelarán   su  incompleta separación de la madre. Su vida deviene un proyecto permanente: demostrar que no posee ninguno   de   los   rasgos   de   su   madre.   La   identidad   masculina  nace  de la  renuncia  a  lo femenino, no de la afirmación directa de lo masculino, lo cual deja a la identidad de género masculino tenue y frágil. Tercero, con el propósito de demostrar el cumplimiento de estas primeras dos tareas, el muchacho también aprende a devaluar a todas las mujeres en su sociedad, como encarnaciones vivientes de aquellos rasgos de sí mismo que ha aprendido a despreciar.  Estuviere   o   no   informado   de   ello,   Freud   también   describió   los   orígenes   del sexismo –la desvalorización sistemática de las mujeres- en los esfuerzos desesperados del muchacho para separarse de su madre. Nosotros podemos querer “a una muchacha igual a la que se casó con mi querido papá”, como lo expresa la canción popular, pero ciertamente no queremos ser como ella.

Esta  incertidumbre crónica sobre la identidad de género  ayuda  a  entender  varias conductas obsesivas. Tomemos, por ejemplo, el recurrente problema del matón del patio de la  escuela.  Los  padres  nos  recuerdan  que el   matón   es   el  menos  seguro   acerca   de   su virilidad,  y que por ello está  constantemente  tratando de   probarlo.  Pero él lo  prueba escogiendo antagonistas que está seguro de derrotar; por lo tanto, la burla a un matón es “golpea a alguien de tu mismo tamaño”. No obstante, él no puede, y después de derrotar a un oponente más pequeño y débil, con el cual estaba seguro que probaría su virilidad, se queda  con  la  sensación   de   vacío   que   lo   carcome,   de   que   después   de   todo,   no   lo   ha probado, y que debe encontrar a otro contrincante, de nuevo uno más pequeño y más débil, que pueda derrotar, para probárselo a sí mismo.[3]3

Una de  las   ilustraciones   más   gráficas   de   esta   eterna   prueba   de   la   propia   hombría ocurrió   en   la   ceremonia   de   entrega   de   Premios   de   la   Academia  (Oscar),  en   1992.   Jack Palance, envejecido actor, que otrora desempeñara roles duros, al aceptar el premio como mejor actor secundario por su papel en la comedia de vaqueros City Slickers, comentó que las personas, sobre todo los productores de cine, pensaban que debido a sus 71 años, todo estaba   acabado,   que   él   ya   no   era   competente. “¿Podemos  arriesgarnos  con  este  tipo?” señaló,   adjudicándoles   la   pregunta,   y   acto seguido se  dejó  caer  al  suelo para  realizar numerosas flexiones apoyado en un brazo. Fue patético ver a ese actor de larga trayectoria teniendo que  probar que   todavía  era   lo  suficientemente  varonil   para trabajar   y,  como también lo comentó en el escenario, para tener sexo.

¿Cuándo   acaba   esto?   Nunca.   Admitir   debilidad,   flaqueza   o   fragilidad,   es   ser visto como un enclenque, afeminado, no como un verdadero hombre. Pero, ¿visto por quién?

 

La masculinidad como validación homosocial

 

Otros hombres: estamos bajo el cuidadoso y persistente escrutinio de otros hombres.Ellos nos miran, nos clasifican,  nos conceden la aceptación en el reino de la virilidad. Se demuestra  hombría  para  la   aprobación   de   otros   hombres.   Son   ellos   quienes   evalúan   el desempeño.  El crítico  literario David Leverenz (199 1) argumenta que las ideologías de la virilidad han funcionado principalmente respecto a la irada de los pares del varón y a  la autoridad masculina” (p.769). Piensen en cómo los hombres alardean entre sí de sus logros –desde su última conquista sexual al tamaño del pez que pescaron- y cómo constantemente pasamos  revista   a   los   indicadores   de   la   virilidad   -riqueza,   poder,   posición   social,   mujeres atractivas- frente a otros hombres, desesperados por obtener su aprobación.

El hecho que esos hombres prueben su virilidad a los ojos de otros hombres es a la vez consecuencia del sexismo y uno de sus puntales principales. “Las mujeres tienen, en la mente de los hombres, un lugar tan bajo en la escala social de este país, que resulta inútil que tú te definas a ti mismo, en los términos de una mujer”, expresó el dramaturgo  David Mamet.  “Lo  que   los   hombres   necesitan   es   la   aprobación   de   los   propios   hombres”.   Las mujeres llegan a ser un tipo de divisa que los hombres usan para mejorar su ubicación en la escala     social   masculina.     (Hasta esos momentos de heroicas    conquistas de   mujeres, conllevan  yo  creo,    una    corriente   de   evaluación     homosocial).      La   masculinidad      es  una aprobación “homosocial”.  Nos    probamos,  ejecutamos actos   heroicos, tomamos riesgos enormes, todo porque queremos que otros hombres admitan nuestra virilidad.

La masculinidad como legitimación homosocial está llena de peligros, con riesgos de fracaso y con una competencia intensa e implacable. “Cada hombre que encuentras, tiene una valoración o una estimación de sí mismo que nunca pierde u olvida”, escribió Kenneth Wayne  (1912) en su popular libro de consejos de comienzos de siglo. “El hombre tiene su medición  propia, e  instantáneamente  la ubica al costado del otro hombre” (p.18). Casi un siglo más tarde, otro hombre comentó al psicólogo Sam Osherson (1992) que “cuando ya eres un adulto, es fácil pensar que siempre estás en competencia con los hombres, por la atención de las mujeres, en los deportes, en el trabajo” (p.291).

 

La masculinidad como homofobia

 

Si la masculinidad es una aprobación homosocial, su emoción más destacada es el miedo.   En   el   modelo   de   Freud,   el   miedo   del   poder   del   padre  aterra  al  muchacho joven llevándolo a renunciar al deseo por su madre y a identificarse con él. Este modelo une la identidad  de  género   con   la   orientación   sexual:   la   identificación   del   niño   pequeño   con   su padre (que lo lleva a ser masculino) le permite ahora comprometerse en relaciones sexuales con  mujeres  (se   vuelve    heterosexual).  Este    es   el  origen   de   cómo    podemos  leer   la orientación  sexual  de  alguien  a  través   del   exitoso   desempeño   de   la   identidad   de   género. Segundo,  el  miedo que siente   el   pequeño  no lo hace salir   corriendo a los   brazos   de   su madre  para  que lo proteja de  su   padre. Más    bien,   él  cree  que    superará    su   miedo    al identificarse     con    la  fuente    que   origina    dicho  temor. Llegamos  a   ser   masculinos al identificarnos con nuestro opresor.

Pero hay una pieza que falta de este enigma, una pieza que el mismo Freud incluyó pero que no desarrolló.[4] Si el muchacho en la etapa preedípica se identifica con su madre, ve  el  mundo  a   través   de   los   ojos   de   su   madre.  Así,   cuando   se   confronta   con   su   padre durante su gran crisis de la etapa edípica, experimenta una visión dividida: ve a su  padre como su madre ve a su padre, con una combinación de temor,  maravilla, terror, y deseo.

Simultáneamente ve al padre como a él –el muchacho- le gustaría verlo –como el objeto no de deseo pero sí de emulación. Al repudiar a su madre y al identificarse con su padre, sólo da respuesta en forma parcial a su dilema. ¿Qué puede hacer con ese deseo homoerótico, el deseo que sentía porque veía a su padre de la manera que su madre lo veía? Debe suprimir tal deseo. El deseo homoerótico es desechado como deseo femenino, en  cuanto   es   el   deseo   por   otros   hombres.   La   homofobia   es   el   esfuerzo   por   suprimir   ese deseo, para purificar todas las relaciones con otros hombres, con las mujeres, con los niños, y  para  asegurar  que   nadie   pueda   alguna   vez   confundirlo   con   un   homosexual.   La   huida  homofóbica de la intimidad con otros hombres es el repudio al homosexual que está dentro

de sí, tarea que nunca es totalmente exitosa y que por esto es constantemente revalidada en   cada   relación   homosocial.   “Las   vidas   de  la  mayoría  de  los  hombres  estadounidenses están   limitadas   y   sus   intereses   son   diariamente   mutilados   por  la  necesidad constante  de

probar a sus compañeros, y a sí mismos, que no son afeminados ni homosexuales”, escribe el historiador  psicoanalítico  Geoffrey  Gorer  (1964).  “Cualquier  interés o  búsqueda identificada como femenina deviene profundamente sospechosa para los hombres” (p. 129).

Aun   cuando   no   suscribimos   las   ideas   psicoanalíticas   de   Freud,  podemos observar todavía cómo, en términos menos sexualizados, el padre es el primer hombre que evalúa el desempeño masculino del muchacho, el primer par de ojos de varón frente a los cuales él se trata  de   probar   a   sí   mismo.   Esos  ojos  lo seguirán   por   el   resto   de   su   vida.   Otros  ojos  de hombres  se       unirán   a  aquellos    -los ojos  de     los  modelos,     tales  como    los   maestros,    los entrenadores, los jefes, o de héroes de los medios de comunicación; los ojos de sus pares, de   sus   amigos,   de   sus   compañeros   de   trabajo;   y   los  ojos  de   millones   de   otros   hombres, vivos y muertos, de cuyo constante escrutinio su desempeño no se encontrará jamás libre.

“La tradición de todas las generaciones pasadas pesa como una pesadilla en el cerebro del viviente”,  fue   como   Karl   Marx   lo   sintetizó   hace   más   de   un   siglo   (1848/1964,   p.11).   “La primogenitura   de   cada   varón   estadounidense   es   una   sensación  crónica  de  inadecuación personal”, es   la  forma  en   que dos psicólogos  lo  describen  actualmente      (Woolfolk   & Richardson, 1978, p.57).

Esa  pesadilla, de  la cual  nunca   parecemos   despertar,   es   que   esos   otros   hombres verán  esa sensación de inadecuación, verán que ante nuestros propios  ojos  no somos lo que fingimos ser. Lo que llamamos masculinidad es a menudo una valla que nos protege de ser descubiertos como un fraude, un conjunto exagerado de actividades que  impide a  los demás  ver     dentro  de   nosotros,   y   un   esfuerzo   frenético   para   mantener   a   raya   aquellos miedos que están dentro de nosotros. Nuestro verdadero temor “no es miedo de las mujeres sino de ser avergonzados o humillados delante de otros hombres, o de ser dominados por hombres más fuertes” (Leverenz, 1986, p.451).

Este es entonces el gran secreto de la virilidad estadounidense: estamos asustados de otros hombres. La homofobia es un principio organizador de nuestra definición cultural de virilidad.  La homofobia es más que el miedo irracional por los hombres gay, es mas que el miedo de lo que podemos percibir como gay. “La palabra amanerado no tiene nada que ver con   la   experiencia   homosexual   o  incluso  con   los   miedos   por   los   homosexuales”,   escribe David Leverenz ( 1986).”Sale de las profundidades de la virilidad: una etiqueta de enorme desprecio por alguien que parece afeminado, blando, sensible” (p.455). La homofobia es el miedo  a    que   otros    hombres     nos   desenmascaren,       nos   castren,   nos   revelen   a  nosotros mismos y al mundo que no alcanzamos los standards, que no somos verdaderos hombres.

Tenernos       temor    de   permitir   que    otros   hombres     vean    ese    miedo.    Este   nos    hace avergonzarnos,  porque su   reconocimiento   en   nosotros   mismos   es   una   prueba   de   que   no somos  tan  varoniles  como  pretendemos,  tal  como   lo   expresa   un   joven   en   un   poema   de Yeats, “uno que se eriza en una pose varonil con todo su tímido corazón”. Nuestro miedo es el miedo de la humillación. Tenemos vergüenza de estar asustados.

La vergüenza conduce al silencio -los silencios que permiten creer a otras personas que realmente aprobamos las cosas que se hacen en nuestra cultura a las mujeres, a las minorías,   a   los   homosexuales   y   a   las   lesbianas.   El   silencio   aterrador  cuando  echamos  a correr presurosos, dejando atrás a una mujer que está siendo acosada por hombres en la calle. Ese furtivo silencio cuando los hombres hacen chistes sexistas o racistas en el  bar.

Ese pegajoso silencio cuando los tipos en la oficina hacen chistes sobre ataques a los gay. Nuestros miedos son  la fuente  de  nuestros silencios, y los silencios de los hombres es loque mantiene el sistema. Esto puede ayudar a explicar por qué a menudo las mujeres se lamentan que sus amigos o compañeros varones son tan comprensivos cuando están solos, pero que cuando salen en grupo celebran los chistes sexistas o más aún, son ellos mismos los que los cuentan. El miedo de verse como un afeminado domina las definiciones culturales de virilidad.

Ello se inicia muy temprano. “Los muchachos entre ellos mismos se avergüenzan de ser no varoniles”,  escribió  un  educador  en   1871   (citado   en   Rotundo,   1993,   p.264).   Tengo   una apuesta   pendiente   con   un   amigo   de   que   puedo   entrar   a  cualquier  patio de  recreo en  losEstados  Unidos   donde   jueguen   niños   de   6   años   y   por   el   solo   hecho   de   formular   una pregunta,  puedo  provocar  una  pelea.  Esta es simple: “¿Quién es un afeminado por estos lados?” [¿Quién es el mariquita de aquí? sería mejor traducción. RF.] Una   vez   formulada,   se   ha   hecho   el   desafío.   Es   probable   que   ocurra   una   de   dos cosas. Un muchacho acusará a otro de serio, a lo que ese muchacho responderá que él no es el afeminado, pero que el primero sí lo es. Ellos tendrán que pelear para ver quien está mintiendo. O un grupo entero de muchachos rodeará a uno de ellos y gritarán todos “¡El es! ¡El es!”. Ese muchacho o se deshace en lágrimas y corre a su casa llorando, sintiéndose un desgraciado, o tendrá que enfrentarse a varios niños al mismo tiempo para probar que él no es un afeminado (¿Y qué le dirán su padre o hermanos mayores, si prefiere irse corriendo a su casa llorando?). Pasará algún tiempo antes de que recobre algún sentido de autoestima.

La violencia es, a mentido, el indicador más evidente de la virilidad.  Más bien es la disposición,  el  deseo  de  luchar.   El   origen   de   la   expresión  tener   una   astilla   en   el   hombro, viene de la practica de un adolescente en el campo o pueblo pequeño a inicios de este siglo, quien literalmente caminaba por todas partes con una astilla de madera balanceándose en su  hombro,   como   signo   de   su   disposición   para   luchar   de   inmediato   con   cualquiera   que tomara la iniciativa de quitársela. (ver Gorer, 1964, p.38; Mead, 1965).

Como  adolescentes,        aprendemos      que    nuestros   pares   son   un   tipo   de   policía   de género, constantemente amenazando con desenmascaramos como afeminados, como poco hombres. Uno de los trucos favoritos que teníamos cuando yo era adolescente, era pedirle a un muchacho que  mirara sus  uñas. Si él acercaba su palma hacia su cara y doblaba sus dedos para verlas, pasaba la prueba. Se miraba sus uñas “como un hombre”. Pero si ponía su palma hacia abajo y lejos de su cara, y luego se miraba las uñas de las manos con el brazo estirado, era ridiculizado inmediatamente como afeminado.

Cuando     somos      jóvenes    observamos       constantemente       esas   barreras    de   género, verificando     los  cercos    que   hemos     construido    en   el  perímetro,   asegurando      que    nada remotamente   femenino   se   cuele   a   través   de   ellos.  Las  posibilidades  de  ser  desenmas- carados  están  por todas  partes.  Incluso   la   cosa   aparentemente   más   insignificante   puede significar una amenaza o activar ese terror tan persistente. El día en que los estudiantes de mi curso “Sociología de los hombres y sus masculinidades” debían discutir la homofobia y las    amistades      entre   varones,     un   estudiante    entregó    una    ilustración    conmovedora. Observando que era un hermoso día, el primero de primavera después del  invierno brutal del   nordeste,   decidió   ponerse   pantalones   cortos   para   asistir   a   clases.   “Tengo   un   par   de pantalones cortos,  muy  buenos   del   tipo   Madras”,   comentó.   “Pero   –entonces   pensé-   estos pantalones   cortos   tienen   algo   de   color   lavanda   y   rosa.   Hoy  el  tópico  de  la  clase  será  la homofobia. Quizá hoy no es el mejor día para usar esos pantalones”.

Nuestros esfuerzos por mantener una fachada varonil cubren todo lo que hacemos.

Lo que usamos. Cómo caminamos. Qué comemos. Cada amaneramiento, cada movimiento contiene     un   lenguaje    codificado     de  género.     Piensen,    por   ejemplo,    cómo    contestar    la pregunta: ¿Cómo sabe usted si un hombre es homosexual? Cuando hago esta pregunta en clases    o  talleres,  las   respuestas      invariablemente      proveen    una    lista  bastante    típica  de conductas afeminadas. Camina de una cierta manera, habla de cierta forma, actúa de cierto modo; es muy emocional; muestra sus sentimientos. Una mujer comentó que ella sabe si un hombre es gay si él se preocupa realmente de ella; otra dijo que ella sabe si él es gay si no muestra interés en ella, si la deja sola.

Ahora   cambien   la   pregunta   e   imaginen   lo   que   los   hombres   heterosexuales  hacen para asegurarse que  nadie podría tener la posibilidad de una idea errada sobre ellos. Las respuestas típicamente se refieren a los estereotipos originales, esta vez como un conjunto de reglas negativas acerca de la conducta. Nunca se vista de esa manera. Nunca hable o camine      de  esa   forma.    Nunca    muestre     sus   sentimientos     o  nunca    se  ponga     emocional. Siempre esté preparado para demostrar interés sexual por las mujeres que encuentre, así resulta   imposible     para    cualquier   mujer    hacerse    una    idea  errada    sobre    usted.   En   este sentido, la homofobia, el miedo de ser percibido como gay, no como un verdadero hombre, mantiene   a   todos   exagerando   las   reglas   tradicionales   de   la  masculinidad,  incluyendo  la explotación sexual de mujeres. La homofobia y el sexismo van de la mano. Las consecuencias de ser percibidos como afeminados son enormes, a veces asunto de  vida  y  muerte.  Nos  exponemos   a   grandes   riesgos   para   probar   nuestra   condición   de hombre,  con      la  salud,  en   los   lugares   de   trabajo,   y   con   enfermedades   tensionales.   Los hombres se  suicidan  con  una frecuencia  tres   veces   mayor   que   las   mujeres.   El   psiquiatra Willard   Gaylin   (1992)   explica   que   eso   se   debe   “invariablemente   a  la  percepción  de  una humillación social”, con frecuencia ligada al fracaso en los negocios:

Los hombres se deprimen por la pérdida de posición social y de poder en el mundo de los

hombres.  No   es   la   pérdida   de   dinero,   o   de   las   ventajas   materiales   que   el   dinero   puede comprar     lo  que   produce    la  desesperación    que    conduce    a  la autodestrucción.    Es   la “vergüenza”, la “humillación”, el sentimiento de “fracaso” personal… Un hombre se desespera cuando ha dejado de ser un hombre entre los hombres. (p.32)

En un estudio se preguntó a mujeres y hombres qué era lo que más temían. Mientras las mujeres respondieron que a ser violadas y asesinadas, los hombres contestaron que lo que más les asustaba era ser motivo de risa (Noble, 1992, p.105-106).

 

La homofobia como causa del sexismo, heterosexismo y racismo

 

La   homofobia     está   íntimamente      entrelazada    tanto   con   el  sexismo    como    con   el racismo.  El  miedo  -a   veces   consciente,   otras   no-   de   que   otros   puedan   percibimos   como homosexuales nos presiona a ejecutar todo tipo de conductas y actitudes exageradamente masculinas, para asegurarnos de que nadie pueda formarse una idea errada sobre nosotros.

Una de las piezas centrales de esa exagerada masculinidad es rebajar a las mujeres, tanto excluyéndolas   de   la   esfera   pública   como   con   descalificaciones   cotidianas  en  lenguaje  y conductas   que   organizan   la   vida   diaria   del   hombre  estadounidense.        Las  mujeres  y    los hombres      gay   se   convierten    en   el  otro  contra   los  cuales   los   hombres     heterosexuales proyectan sus identidades, contra quienes ellos barajan el naipe de  modo de competir en condiciones   que   les   asegure   ganar,   y   de   este   modo  al  suprimirlos,  proclamar  su  propia virilidad. Las mujeres amenazan con castración por representar el hogar, el lugar de trabajo y   las   responsabilidades       familiares,   la  negación     de    la  diversión.   Los   hombres     gay históricamente han desempeñado el rol del afeminado consumado en la mentalidad popular estadounidense       porque    la homosexualidad       es    vista  como    una   perturbación    del   normal desarrollo de género. Ha habido también otros otros. A través de la historia estadounidense, varios   grupos   han   representado   al   afeminado,   el   no-hombre  contra  quienes  los  hombres llevaron a cabo sus definiciones de virilidad, a menudo con viciados  resultados. De hecho, estos   grupos    cambiantes      entregan     una    lección   interesante    en   el  desarrollo    histórico estadounidense.

En    los  inicios   del  siglo  diecinueve,     fueron   los   europeos     y  los  niños   los  que proveyeron  el   contraste   para   los   hombres  estadounidenses.   El   “verdadero   americano   era vigoroso,   varonil,   y   directo,   no   débil   ni   corrupto   corno   los   supuestos  europeos”  escribe Rupert Wilkinson (1986). “Era sencillo en lugar de adornado, rudo en vez de un procurador de   lujos,   un   hombre   común   amante   de   la   libertad   o   un  caballero  natural  en  vez  de  un opresor aristocrático o un esbirro servil” (p.96). El verdadero hombre de los inicios del siglo

diecinueve no era ni noble ni siervo. A mediados de ese siglo, los esclavos negros habían reemplazado       al   enclenque     hombre     noble.    Los   esclavos    eran    vistos   como    hombres dependientes,   desvalidos,   incapaces   de   defender   a   sus   mujeres   y   niños,  y  por  lo  tanto menos que varoniles. Los indígenas nativos fueron representados como muchachos tontos e ingenuos, por eso podían ser infantilizados como los Niños Rojos del Gran Padre Blanco, y por ello excluidos de la plena hombría.

A fines del siglo diecinueve, nuevos inmigrantes europeos se sumaron a la lista de los    poco-hombres,       sobre    todo   los   irlandeses     e  italianos,  quienes     eran   vistos   como demasiado  apasionados  y   emocionalmente   volátiles   para   permanecer   como   robles,   y   los judíos,   demasiado   estudiosos   y   poco   prácticos,   y   demasiado   endebles   físicamente   para realmente cumplir los standards. A mediados del siglo veinte fueron también  los asiáticos -primero     los  japoneses      durante    la  Segunda     Guerra    Mundial,    y  más    recientemente     los vietnamitas     durante      la  Guerra    de   Vietnam-     quienes     han    servido    como    modelos      de poco-hombres   contra   los   cuales   los   estadounidenses   han  lanzado su  rabia genérica.  Los asiáticos    fueron    vistos    como     pequeños,       blandos,     y   afeminados,      difícilmente    como verdaderos hombres.Tal    lista  de  estadounidenses       averiados     -italianos,    judíos,   irlandeses,    africanos, indígenas      nativos,   asiáticos,   homosexuales-       reúne    la mayoría    de   los  hombres      estadounidenses. Así, la virilidad es sólo posible para una minoría particular, y la definición ha sido construida para prevenir que los otros la logren. La castración de los propios enemigos tiene un lado sorprendente, que está igualmente provisto de género. Estos mismos grupos que han sido representados como menos varoniles fueron frecuentemente también, y en forma

simultánea,      representados       como    hipermasculinos,       como    sexualmente      agresivos,    como insaciables     bestias    rapaces,    contra    quienes    los  hombres     civilizados   deben     tomar  una posición   firme   y   en   consecuencia,   rescatar   a   la   civilización.   En   efecto,   se describió  a  los negros como desenfrenadas bestias sexuales, a las mujeres como carnívoramente carnales, a    los   hombres    gay    como      sexualmente       insaciables,    a   los  europeos      de¡   sur   como sexualmente depredadores y voraces, y a los asiáticos corno verdugos viciosos y crueles sin moral y sin interés en la vida, dispuestos a sacrificar a todo su pueblo por sus caprichos. No

obstante,    si  uno     viera  a   esos   grupos     como    enclenques      o  como     salvajes    brutales   e incivilizados,     los  términos    en   que   fueron    percibidos    son  de   género.    Estos    grupos    se convierten   en   los   otros,   las   pantallas   contra   las   cuales   se   proyectan   las   concepciones tradicionales sobre la hombría.

Ser  visto  como  poco-hombre   es   un   miedo   que   impulsa   a   los   estadounidenses   a

negar     la  hombría    a  los   otros,  como    una    manera    de   probar    lo  improbable,    que    se  es totalmente   varonil.   La   masculinidad   deviene   una   defensa   contra   la   percibida   amenaza   de humillación a los ojos de otros hombres, actualizada por una “secuencia de posturas” –las cosas  que   podríamos   decir,   hacer   e   incluso   pensar,   que,   si   pensamos   cuidadosamente, podrían llevarnos a avergonzarnos de nosotros mismos (Sabrán, 1992, p.16.). Después de todo   ¿Cuántos  de  nosotros  hemos   traducido   esas   ideas   y   esas   palabras   en   acciones, atacando a los hombres gay, o forzando o engatusando a una mujer para tener sexo aunque ella verdaderamente no quería, porque era importante para ganar puntos?

 

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[1] A pesar de que aquí me estoy refiriendo solamente a la masculinidad estadounidense, estoy consciente de que otros   han   ubicado   esta   inestabilidad   crónica   y   los   esfuerzos   para   probar   la  virilidad,   en   ámbitos   culturales   y económicos de la sociedad occidental. Calvino, además, atacó con vehemencia la desgracia “de los hombres de afeminarse” e innumerables otros teóricos han descrito las mecánicas de prueba de la virilidad (ver, por ejemplo, Seidler, 1994).

 

[2] Esto no significa argumentar que las mujeres no tienen ansiedades sobre si son lo suficientemente femeninas. Pregúntele a cualquiera cómo se siente si es calificada como agresiva-, eso le provocará frío en el alma, porque su femineidad está bajo sospecha. (Creo que la razón de la actual popularidad de la ropa interior sexy entre las mujeres es que les permite recordar que son femeninas aún bajo el severo traje empresarial, una vestimenta que imita el estilo masculino). Pero también creo que los escollos no son tan grandes para las mujeres, y que tienen una mayor amplitud para definir sus identidades en torno a esas interrogantes, que la que poseen los hombres.

Tales son las ironías del sexismo: el poderoso tiene una gama más reducida de opciones que el que carece de poder,   porque   éste   puede  también  imitar   al   poderoso   y  pasar   de   largo.   Se   puede   aún   mejorar   el   estatus  o condición   social,   si   se   hace   con   encanto  y  gracia,  y   no   se   convierte   en   una   amenaza.   Para   el   poderoso, cualquiera insinuación de comportarse como el marginal es perder la gracia.

 

[3] Tales observaciones también llevaron al periodista Heywood Broun a argumentar que la mayoría de los ataques contra el feminismo vino de hombres cuya estatura era menor a 1.70 m. “El hombre, cualquiera sea su tamaño físico, que se siente seguro de su masculinidad y de su relación con la vida, raramente está resentido con el sexo opuesto” (citado en Symes, 1930,1). 139).

 

[4] Algunos de los seguidores de Freud, tales  como Ana  Freud y Alfred Adler, sí desarrollaron esos típicos (ver especialmente a Adler, 1980). Estoy muy agradecido de Terry Kupers por su ayuda en la profundización de las ideas de Adler.