DARSE A CONOCER EN LA DOCENCIA Freda ag 2009

DARSE A CONOCER EN LA DOCENCIA

Testimonio Sobre la Política de Darse A Conocer (coming out o salir del armario: a propósito de la reflexión del miércoles 30 de julio en el Taller de Voluntariado y Reflexión).

Escrito en Buenos Aires, agosto del 2009, con un agregado de diciembre del 2009

Por Rafael Freda

Me enteré de la existencia de la Coordinadora de Grupos Gays a principios de 1983, cuando entré al Grupo Oscar Wilde, que se reunía cerca de la Plaza Monseñor D´Andrea. Me quedaba lejísimo, aunque a la vuelta de mi casa se reunía el Grupo San Telmo, que pronto se dividió en dos debido a su gran crecimiento; pero uno entraba por conocidos, no por si te quedaba cómodo o no.

Antes de ir al grupo los integrantes del San Telmo 1 y el San Telmo 2 solían congregarse en el barcito de Perú 1083, que como consecuencia figuró en la guía gay europea Spartacus como EL lugar de reunión gay de Buenos Aires durante años. Los pobres turistas gays llegaban, no sabían dónde ir y venían hasta el barcito para encontrarse con altos taburetes vacíos, caras poco amigables y camioneros, porque el barrio era bien barrio todavía, muy distinto al de hoy. (Me causa gracia que el local de Perú 1083 ahora venda ropa de mujer y se llame “Tranquila, corazón”).

Allí ya discutíamos mucho sobre si uno tenía que seguir tapado o si convenía darse a conocer. Ni siquiera teníamos vocabulario para eso. Uno de los chicos, al que le faltaba un dedo y del que no he vuelto a saber nada, decía “En el banco lo saben todos”, y otro explicaba “En mi casa nadie sabe de lo mío”, y las frases “lo mío, lo saben” eran comprendidas por todos. Recién había llegado la palabra “gay”, así que las frases “coming out” o “salir del armario” estaban muy lejos de ser conocidas.

En 1984 los representantes de los grupos se reunían en un local de ensayos de teatro y baile de la calle Corrientes donde reservábamos una sala a nombre del “señor CHA”, y se debatía mucho todavía si valía la pena decir públicamente que uno era homosexual o no. Finalmente, los que se animaban a dar la cara cobraban una relevancia particular frente a los demás; a uno de nuestros primeros líderes la CHA propuso hacerle una colecta para arreglarle los dientes, para que pudiera enfrentar las cámaras dando buena impresión. No me pareció para nada mala idea.

Dar buena impresión  era algo en que me parece que concordábamos. Todavía no estaba la idea de “si no les gusta cómo somos, que se jodan”, que después se hizo muy popular.

El Concejo de Representantes de la CHA no era muy eficaz, porque los grupos cambiaban de persona a cargo de la representación y las discusiones eran interminables, porque cada vez que llegaba una persona nueva había que informarla de todo y arrancar de vuelta. Así que nunca se llegó a una conclusión explícita sobre si valía la pena o no que se supiera públicamente que uno era homosexual. Sin embargo, Alejandro Zalazar, segundo presidente de la CHA, impuso la frase “darse a conocer”, aunque él mismo no lo hizo hasta varios años después. Reinaba la idea de que la discriminación de que éramos objeto de parte de los heterosexuales se debía a la ignorancia y el desconocimiento de que éramos buena gente; que si nos mostrábamos y les dábamos la oportunidad de que discutieran sobre nosotros con toda seguridad la discriminación se iba a disipar como niebla bajo el sol. La idea era un poco ingenua, pero se fue imponiendo poco a poco. Primero Zelmar Acevedo con Hugo Guerrero Marthineitz, después Carlos Jáuregui, Teresa de Rito y yo mismo fuimos asomándonos a la televisión. Yo estaba entusiasmado: aparecí en lo de Mirtha Legrand y en mi escuela, el Normal Nro.3 de Bolívar 1235, no hubo ninguna repercusión contraria.

Más todavía: nadie me hizo ABSOLUTAMENTE NINGÚN COMENTARIO, a pesar de que yo había sido denunciado públicamente el año anterior en una fiesta escolar como homosexual por la que era secretaria de la escuela, a la que le inicié un sumario. (Después mis compañeros y mi muy católica directora me convencieron de que lo levantara, para permitirle jubilarse).

El silencio con el que fui recibido en la escuela se repitió en el gimnasio al que iba y en el siguiente almuerzo de los domingos con mi familia. Ahí comprendí que algo andaba mal. Si yo hubiera sido más inteligente o hubiera tenido más experiencia, podría haberlo previsto; pero estaba un poco intoxicado por la experiencia de darme a conocer públicamente. En 1991, el año anterior a ese programa, había aparecido en Canal 11 como vicepresidente de la CHA el 11 de setiembre, y al día siguiente Romay me hizo despedir; y en esa misma semana había aparecido en un programa de la hija de Romay sobre homosexualidad, que recuerdo hasta hoy porque en el panel había un veterinario que hablaba sobre las vacas machorras. Yo no estaba ejerciendo como docente en ese año (a fines de 1990 había quedado fuera de la escuela por una inteligente maniobra de la muy católica directora después del incidente con la secretaria). El programa de la hija de Romay y la nota de Canal 11 habían salido a la tarde, por lo que muy poca gente los había visto, y con toda seguridad (creía yo) nadie de mi familia, mi trabajo o mi club.

En marzo de 1992, gracias a mi compañera Alicia Kabbache que me avisó de que había una vacante, me presenté a la escuela y volví a trabajar. Y nadie me dijo nada de por qué no había trabajado en 1991, cuando cualquier docente sabe que hablar de designaciones, juntas, trabajo, horas de cátedra y puntajes es tema obligado en todos los recreos. Y como yo vivía inmerso en la creencia en que la homofobia era débil y que apenas si se sustentaba en nuestra falta de visibilidad y la ignorancia de los heterosexuales de cómo éramos en realidad, no se me ocurrió pensar que de parte de los heterosexuales ese silencio expresaba miedo y hostilidad, y que de parte de los homosexuales expresaba prevención y cautela ante alguien que había roto el primer mandato de la supervivencia de un gay o lesbiana en aquella sociedad: QUE NO SE TE NOTE. NEGÁLO. NO LO ADMITAS NUNCA. Se volvía un tabú inconsciente.

Durante dos, tres, cuatro años aparecí en televisión como Docente Homosexual. Y siguieron llamándome en esa condición. Un día le protesté a Neustadt porque me decía “Freda”, y le dije que apearme el título de profesor no era adecuado. Lo que hizo, simplemente, fue pasar a decirme “profesor”, como la Legrand había hecho desde el primer momento. En otro momento y si a alguien le interesa podemos hablar de la “corrección política”, las buenas maneras y la actitud general de los periodistas y comentadores argentinos, que tan importante (y tan de doble filo) ha sido para nuestro movimiento. Pero ahora volvamos al “darse a conocer”, que ya iba transformándose velozmente en “salir del armario” a medida que las instituciones comerciales gays se hacían más grandes, más numerosas y financieramente más poderosas, a buena imitación de Nueva York, Londres o París.

Mientras pasaban esos primeros años de 1983 a 1990, yo había creído a pies juntillas en que nuestro problema era la visibilidad. Darse a conocer era (parecía) la respuesta más decidida y convincente. Y a partir del decenio en que estuve de moda para la televisión, de 1990 al año 2000, me había ilusionado en que esa política iba a dar resultado. Sin pensarlo demasiado, creía  difusamente que los otros docentes gays y lesbianas, que somos tantos, iban a irse animando uno tras otro, con lo que la homofobia de la escuela pronto desaparecería: ¡no se hubiera podido atacar a tanta gente! Incluso en el año 1999 formé con Guillermo Lovagnini, de Voluntarios Contra el SIDA de Rosario, una efimerísima Unión de Docentes Homosexuales. Son excepcionales las personas con las que tengo peor relación que con Lovagnini, así que esa UDH muestra que íntimamente ya estaba desesperado y apelaba a cualquier recurso, porque la política de darse a conocer estaba fracasando.

Estamos en el 2009: desde mi aparición en el programa de Mirtha Legrand han pasado diecinueve años. Y los docentes homosexuales, excepto uno aquí y otro allá, seguimos siendo invisibles para la sociedad. Simplemente, la generación del sesenta a la que adscribo, y cuyo aspecto gay se expresó a partir de 1983, estaba equivocada. Nuestra idea de “darse a conocer”, después transformada en “salir del armario” para los adoradores de la cultura gay yanqui, que se expresa en inglés y piensa en dólares y búsqueda de la felicidad, había sido equivocada. Esa política había tenido éxito en los medios y con un grupo muy pequeño de personas visibles, pero no había convocado a la formación de grupos de educadores en contra de la homofobia, no había logrado la alianza con los padres de los chicos y chicas homosexuales, no había pasado más que de entronizarme como presidente de la CHA primero y presidente de SIGLA después, y transformarme en un mínimo agente de cambio social, despreciado por la enorme mayoría de la población heterosexual y detestado por una minoría entre los que se contaban no pocos gays y lesbianas.

Hoy, nueve años después de que la televisión me abandonara a mí (simplemente, dejaron de llamarme: los medios son corporaciones y actúan en conjunto), más viejo y más prudente, no le pido a nadie que se dé a conocer. Los costos de “salir del armario” son muy altos, y solamente la persona involucrada es capaz de hacer la ecuación costo / beneficio que requiere tomar una decisión a favor o en contra de contarles la propia condición a familiares, amigos, compañeros y colegas. Si lo hacen, tengan la seguridad de que la homofobia no desaparecerá: se transformará en otra cosa. Quizás al principio en silencio, después en apartamiento, después en reproches o en lamentaciones. Será no el final de tu aislamiento, sino el principio de un largo camino de aceptación. Y la vieja idea setentista de que unos pocos se sacrificaban por el bien de los muchos es muy heroica, pero es falsa. Esos pocos obtienen compensaciones, pero eso también es harina de otro costal.

Lo que sé, es que las cosas no eran tan fáciles como lo imaginaron los yanquis en 1968, al fundar la Iglesia de la Comunidad Metropolitana, o en 1969, al concretarse la Revuelta de Stonewall el 28 de junio. La discriminación y la homofobia son mucho más de lo que imaginábamos. No son tigres de papel, como acostumbrábamos decir los setentistas para animarnos unos a otros a hacer cosas que en el fondo temíamos. Las raíces del prejuicio sexual que solíamos llamar homofobia eran algo mucho más profundo y mucho más poderoso que lo que habíamos supuesto aquellos ingenuos setentistas al adjudicarla a nuestra invisibilidad, al desconocimiento de los heterosexuales y a la falta de alianza con nuestros padres.

Cómo combatirla es tema de un nuevo debate, a cargo de una nueva generación.

 

Agregado el 9 de diciembre del 2009:

Una alumna trans, Melisa, que en su personalidad de varón es también docente de la Ciudad de Buenos Aires, asistió al Curso de Conocimiento y Prevención de la Homofobia 2. El sábado 7 de noviembre, al terminar la última clase me dijo “Freda, usted hizo muy bien en presentarse en televisión con Mirtha Legrand. Rompió muchas barreras, mostró que era posible. Llámeme para lo que necesite.” El comentario no venía a cuento de nada, así que creo que había leído el testimonio anterior y había percibido una cierta amargura que ya otros me habían señalado.