EL PUTO NO PUEDE TOCAR LA BANDERA -FREDA 2009

TESTIMONIO:

“EL PUTO NO PUEDE TOCAR LA BANDERA”

 

Por Rafael Freda

 

En una carta en la que respondí a un requerimiento de CTERA en el año 2000 cuento que el incidente por el que inicié sumario administrativo a la secretaria de la Escuela Normal Nro. 3, por insultarme en un acto escolar como “puto indigno de tocar la bandera” fue en 1987. Ahora que reviso mi memoria creo que pudo haber sido en 1985.

En setiembre de 1976 renuncié a mi cargo de docente de primaria en la (ex) Escuela 1 del (Ex) Distrito Escolar 19, donde por falta de superiores me había hecho cargo primero de secretaría y después de Vicedirección y Dirección. Alrededor de agosto o setiembre me asustaron las desapariciones forzadas de tres maestros, uno de los cuales, Cacho Carranza, del Turno Tarde, no volvió a aparecer nunca. No tenía medios para dejar el país, así que renuncié, dejé de vivir con mis padres y busqué otro trabajo.

Yo tenía un conocido del Teatro Colón, homosexual, de una ideología sumamente derechista, casi nazi, al que me unía solamente el estudio del latín, el amor por la ópera y la común homosexualidad. Él me facilitó que me emplearan en Canal 13, entonces dirigido por la Marina. Mi amigo, que se transformó en mi jefe por un tiempo, sostenía que en los hornos de Auschwitz los norteamericanos habían quemado perros para difamar a Hitler, y en la oficina lo escuchábamos devotamente. Allí estuve hasta que la dictadura alivió su presión persecutoria y volví a inscribirme como docente, aunque en otras escuelas. En 1983, después de la Guerra de Malvinas, todo fue deshielo: tomé horas de Latín y Castellano y Literatura en la Escuela Normal Superior Nro. 3, de Bolívar 1235, y a la noche en Chacabuco al 1000, en lo fue turno noche del Nacional Nro 7 y ahora es el Alfonsina Storni. Y me sumé a la Coordinadora de Grupos Gays, en el Grupo Oscar Wilde.

Cómo llegaron las noticias de mi homosexualidad mis escuela no sé, pero vivo a dos cuadras de ambas y a dos cuadras de la Plaza Dorrego, donde hacía cinco años funcionaba la Feria de Antigüedades. Todavía San Telmo se parecía mucho a un barrio, aunque la feria nos ofrecía a los homosexuales un lugar de reunión seguro los domingos: la policía no nos detenía frente a turistas. Al acercarse las elecciones repartimos volantes de Augusto Conte McDonnell, candidato de la Democracia Cristiana y padre de un desaparecido. Creo que fue el primer político que nos escuchó. Los vecinos podían verme allí, o saludando a los amigos en el bar de Perú y Humberto I, donde se reunían los amigos del Grupo San Telmo de la Coordinadora.

Soy bastante masculino, y en Argentina es tradición que la falta de afeminamiento haga que los heterosexuales finjan no saber que un colega, un compañero o un familiar es homosexual. También era joven y apuesto, tenía un pantalón blanco y un blazer azul y mi facilidad de palabra era proverbial. Estaba un poco pagado de mí mismo, había sobrevivido a la dictadura y estaba en mi primera convivencia con un muchacho al que quise mucho.

Había también en la escuela un profesor de teatro, Mario Olguín, que ponía en escena comedias musicales con las alumnas. Ensayaban y presentaban las obras en el auditorio del Colegio San José, de Rio Bamba y Lavalle. Quien habría conseguido el lugar seguramente era la concesionaria del buffet de la escuela, que tenía dos hijas cursando, y ambas fueron alumnas mías. Al menos una vez, quizás más, me subí al escenario del San José para conducir el espectáculo. Era una comunidad escolar hospitalaria, de lazos ceñidos. Yo había caído bien, me sentía bien, y en esas condiciones doy buenas clases. Me aquerencié, y en marzo de 1984 se fundó la CHA; fui uno de los veinte fundadores que pusieron su firma en el Acta de Constitución que fue a la Inspección General de Justicia.

Los actos de fin de curso solían ser fastuosos, dentro de lo que podía una escuela  modesta. Se entregaban desde el escenario diplomas y cintas a las egresadas de quinto año, todo mechado con canto y baile. Por una disposición estúpida del gobierno militar, la bandera tenía que retirarse antes de que empezara la diversión y nadie tenía que aplaudir. Entre su entrada y su salida un profesor daba un discurso, y hablé más veces de las que correspondía porque siempre hice discursos sentidos y nada acartonados. Me gustaba; cuando me hacían hablar era como si estuviera dando clase a la escuela entera.

En la carta fecho el incidente fue en 1987; para estar seguros habría que ver en qué año se jubiló la directora María de Lorenzis. La vicedirectora se apellidaba Carrillo, y la secretaria, una mujer que debía de haber sido muy bonita, María Riera, a la que le decían Bibí. El año en que de Lorenzis se jubiló hubo una gran fiesta: la bandera de ceremonias estaba gastada y debía ser reemplazada. Cooperadora tenía miembros bien relacionados; la banda de la Policía Federal vino a varios actos. Creo que también por allí llegó la bandera nueva. Y me pidieron que condujera el acto.

La escuela tiene un único patio: se congregaron en él jardín, primaria y secundaria. Puro guardapolvo blanco, como a mí me gusta. En un extremo habían montado el escenario; di entrada a la Bandera de Ceremonias, anuncié quiénes la llevaban, llamé a la nueva bandera con sus abanderados. Las dos banderas se enfrentaron, cambiaron de lugar y pedi que se aplaudiese la retirada de la vieja bandera (era muy rebelde), e iba relatando todo por el micrófono que llevaba en la mano derecha. Si bien no tengo un recuerdo preciso, como buen maestro de primaria debo haber llevado la mano izquierda a la bandera para arreglar los pliegues; y mi memoria  ahora sí se aclara y veo a María Riera que se abre paso furiosa a la izquierda entre los grados de primaria, mientras grita “El puto no puede tocar la bandera”. De las sillas dispuestas para autoridades, profesores y familiares salieron varios, no sé quiénes, a detenerla; corté el micrófono para que no amplificar sus gritos, y vi que se la llevaron. Reconecté el micrófono y continué presentando números musicales y bailes.

Tardé en reaccionar. Al día siguiente nadie se me acercó. Rumié lo pasado y aunque me costaba entré en la Dirección, donde María de Lorenzis tenía su enorme crucifijo, y avisé que iba a iniciarle sumario a la secretaria. María murmuró “Si usted quiere, profesor…” Hice la nota, pasaron los días, y una profesora de historia muy señorona a la que yo estimaba mucho vino a pedirme que asistiera a una reunión en dirección. Estuvieron ella, la directora de Lorenzis y la vicedirectora Carrillo. Me explicaron que les parecía mejor destruir el sumario para que Bibí se jubilara sin impedimentos, lo que no podía hacer sumariada, y a cambio pediría licencia y yo no tendría que verla ni cruzarme más con ella. Accedí. Que Riera se jubilara no era ningún castigo, pero era lo que la escuela quería, y yo era parte de esa comunidad escolar.

Pasaron muchos años, estoy jubilado, desde hace dos años dicto en el INSUCAP el curso de Capacitación Docente en Conocimiento y Prevención de la Homofobia, siempre sorteando obstáculos colocados por los católicos enquistados en el Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Ete año han comenzado a aparecer estudiantes de diversos terciarios que se interesan en la historia y experiencias de los docentes homosexuales. Vinieron de la Escuela Normal Superior Nro. 1, de la Universidad de la Matanza y del Instituto Superior de Comunicación, adscripto al ISER. Por eso escribí este testimonio. Pensar que docentes y periodistas están educándose sobre homofobia me hace sentir bien.